Una espanolita en Londres

Una espanolita en Londres
Camden Town Girl...o sea, yo

Fabio, yo y mil historias inventadas contrarreloj

Yo, españolita, treintañera y con ganas de hacer algo diferente en mi vida, he decidido, por fin, poner por escrito las millones de historias y fantasías que pasan por mi cabeza... ¡en forma de reto!

Fabio, un hombre argentino aficionado a la literatura si cabe más que yo, me manda sus historias y cuentos desde hace poco, y yo le correspondo con las mías. Alguien a quien no conozco, una conexión difícil de explicar...

El reto es, cada vez que reciba un texto de Fabio, he de contestarle en menos de 24h, con una historia totalmente nueva y original...

¿Podré seguir el ritmo? ¿Será mi imaginación tan fantasiosa como siempre he pensado? ¿O no seré más que otra españolita en Londres que se piensa que, por estar en esta ciudad tan libertaria, puede hacer cualquier cosa que se proponga? ¡Este blog me sacará de mis dudas! :>


martes, 18 de diciembre de 2012

Después de la eternidad, la duda

Hola a todos los que estais por ahí ahora mismo leyendo estas líneas.

Hacía una eternidad que no escrbía una historia. Porque no tenía tiempo. Entonces una buena amiga me dio un muy buen consejo: escribe en las interminables horas que pasas en el tren cada día camino del trabajo.

Y le hice caso.

Y escribí la historia que os traigo hoy.

Se titula "La Duda". Es una historia más larga que todas las anteriores. Aún así, espero que tengáis la paciencia de leerla hasta el final y que os guste, o como poco, que os entretenga un ratito :>

LA DUDA

La enviaron fuera de casa cuando tenía trece años. Nadie le acompañó en el viaje. María se sentía sola en el abarrotado vagón de tren. Mirando por la ventana todo el trayecto su cerebro no registraba la belleza del paisaje pirenaico. María no sabía que hacía en ese tren. No entendía nada. No sentía nada.

Le costó tres meses empezar a enfadarse, y tres más sentir el deseo de no hablar a sus padres nunca más. Nadie le había dado una explicación del porqué de ese viaje, ese cambio. Pero le gustase o no allí estaba, en casa de su tía, viviendo con ella, casi una extraña.

Su tía Victoria era hermana de su padre, unos años mayor que él, pero muy diferente. Mientras su padre era tímido y reservado, cualidad que María había heredado al completo, su tía Victoria era parlanchina y alegre. Precisamente todo ese ruido y sonrisas alrededor de ella era lo que hacía que María se sintiese extraña, fuera de lugar. Porque si su padre era tímido y reservado, su madre era un misterio. María se daba ahora cuenta de que en realidad no sabía cómo era sus padres, quiénes eran sus padres.

Al lado de su tía Victoria, María se sentía perdida entre tanto alboroto. La enviaron con ella un Junio, justo después de acabar las clases. Por eso no se enfadó desde el principio, porque pensaba que duraría sólo ese verano. Pero en Septiembre se sentó en su nuevo pupitre, entre miradas curiosas y sonrisas de bienvenida. Más sonrisas y alboroto para que se sintiese más extraña aún en ese nuevo mundo. Entonces se empezó a enfadar, aquello iba en serio. Hasta Navidades no vio a sus padres. Los recibió con frialdad y una expresión desafiante que no desapareció en la semana en que sus padres permanecieron con ella y su tía Victoria. El día de Año Nuevo se marcharon, María aún fría y desafiante. Entonces acertó a ver la lágrima que resbalaba por la mejilla de su madre. La primera y la última. Sus padres se mataron en un accidente de tráfico dos meses después.

Cinco años después María no se creía que estaba escuchando la que era su primera clase de carrera. No se lo creía porque le había costado mucho llegar hasta allí. No por notas, no. María era inteligente y aplicada. Sino por su tía Victoria, a la que no le hacía mucha gracia que María fuese a la universidad. Desde el principio María quería estudiar la carrera de Ingeniería Industrial en Zaragoza, pero su tía se opuso frontalmente. Sólo consiguió convencerla cuando María le propuso estudiar en Huesca. Su tía acabó accediendo entre protestas.

Para María convencer a su tía era un deber, pues no contemplaba otro escenario que no fuese el de irse de casa a estudiar. María quería empezar de cero, tener su propia vida y dejar por fin atrás su pasado de hija huérfana y abandonada. Los años no habían ablandado sus sentimientos con respecto a sus padres. Todavía sentía que fue abandonada a traición, sin razones. Y lo peor es que sus padres murieron antes de que reuniera el valor para preguntarles por qué. Por qué. Por qué. Por qué. La pregunta que siempre viajaría con ella y que para más irritación su tía Victoria se negaba a responder, argumentando que lo pasado pasado está y mejor dejarlo tranquilo.

En aquella enorme aula, tratando de entender argumentos matemáticos, María sentía que estaba comenzando algo nuevo. Por fin. Sus asignaturas favoritas eran todas las relacionadas con la física, especialmente mecánica de cuerpos le entusiasmaba. Y se le daba realmente bien. María enseguida se dio cuenta de que destacaba con respecto a sus compañeros. Entendía todo a la perfección, sabía cuáles eran las soluciones a los problemas planteados, daba igual lo difíciles que fueran. Así que todos los sobresalientes y matrículas del primer parcial fueron para ella, y sólo para ella, marcando una ancha brecha con respecto a sus compañeros… excepto en mecánica de cuerpos, donde el tablón de anuncios decía “Personarse en el despacho del Dr Lafuente”.

María frunció el ceno y curiosamente intrigada fue hasta el despacho del Dr Lafuente, su profesor favorito. El Dr Lafuente era el profesor de Mecánica de Cuerpos, un hombre serio pero cercano de unos cuarenta y muchos o cincuenta y pocos años, difícil saberlo. María llamó a la puerta con más energía de la que tenía intención. La invitación a entrar no se hizo esperar. María abrió la puerta para entrar a un despacho extrañamente limpio y ordenado, justo lo contrario de lo que uno espera de un profesor académico. Aceptó la invitación a sentarse en una rígida y fría silla.

El Dr Lafuente la contemplaba como un viejo conocido, algo que dejó a María bastante descolocada. Justo cuando María se recuperaba de su asombro y reunía las palabras en su boca, el Dr Lafuente le dijo sonriendo: “Vaya, María, realmente eres hija de tus padres”.

María, estupefacta, balbució “¿Cómo? No, no entiendo”

El Dr Lafuente perdió su sonrisa para dar paso a una expresión de extrañeza: “Me refiero a que has heredado la habilidad de tus padres para la mecánica y la ingeniería. Tu examen es absolutamente perfecto. La última vez que vi un examen así resuelto fue hace 30 anos, por tus padres”.

El corazón de María latía tan fuerte, sus manos estaban frías, su mente estaba paralizada. Realmente no entendía nada. La expresión de extrañeza del Dr Lafuente pasó a convertirse en gesto de preocupación, pues se dio cuenta de que aquella chiquilla bajita y menudita que tenía enfrente no tenía ni idea de lo que estaba diciendo. “Perdona, pero tú eres María Crespo Villa, hija de los doctores Ramón Crespo y Olga Villa, ¿no?” “Sí”, acertó a decir María, “esos eran mis padres. Es solo que”, María tragó saliva y miró al Dr Lafuente a los ojos: “es solo que no sabía que fueran doctores de nada”.

El Dr Lafuente se quedó mudo. “¿Tus padres nunca te lo dijeron? ¿Ni tu tía Victoria tampoco? Vaya, siempre supe que su intención era protegerte dejándote al margen de todo, pero no tenía ni idea de hasta qué punto llegaba el sentido de sus palabras”.

Los dos se quedaron en silencio unos segundos, mirándose, cuestionándose con los ojos. María no se podía creer que después de tantas preguntas sin respuesta, después de tantos años de incógnitas, aquel hombre enfrente suyo, su profesor favorito, tuviese todas las respuestas. Tuviese en su corazón la historia que le pertenecía a ella. Viendo en aquél hombre la oportunidad con la que siempre había soñado de aclarar los misterios de su pasado, María clavó sus ojos en los de él y se confesó: “Dr Lafuente, como usted ya sabe, mis padres murieron en un accidente de coche hace ya más de cinco años. Por desgracia, murieron antes de que pudiese llegar a conocerles, de que pudiese llegar a preguntarle por qué me mandaron al Pirineo con mi tía Victoria. De ellos se muy pocas cosas. Me querían mucho pero ambos eran muy introvertidos y reservados. Recuerdo el despacho donde ambos trabajaban lleno de planos y cálculos. Siempre asumí que mis padres eran ingenieros de algún tipo, y mi tía Victoria nunca se molestó en corregirme o afirmarme que así era. Claramente, usted conocía a mis padres y deduzco que bastante bien, ya que por lo que ha dicho sabe de mi tía Victoria y que yo vivía con ella”. Tomó una breve pausa antes de confesar: “me gustaría mucho saber acerca de mis padres, qué eran, quiénes eran. ¿Podría usted ayudarme?”

El Dr Lafuente, serio pero sereno, puede que hasta enfadado, le dijo: “siempre les advertí a tus padres que tanto secretismo en torno a ti no era bueno y que las cosas acaban saliendo siempre a la luz. Ellos siempre creyeron que de esta forma te protegían, pero yo les argumentaba que la mejor manera de protegerte era contándote toda la verdad, que tuvieses todas las cartas en tu mano para que llegado el día pudieses usarlas como mejor creyeras”.

María le interrumpió: “perdone, pero no entiendo de qué me tenían que proteger mis padres. No entiendo nada”

“Lo siento María, voy demasiado deprisa. Empezaré desde el principio”.

EL Dr Lafuente se aclaró la garganta y empezó a contarle a María la historia que durante tanto tiempo había deseado oír:

“Me llamo Jorge Lafuente y soy, perdón, era el mejor amigo de Ramón y Olga, tus padres. Juntos hicimos la carrera de Físicas en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Zaragoza. Los tres éramos los mejores del curso. Aunque la verdad sea dicha, nunca pude competir con tus padres, ellos estaban en otro universo, eran increíbles. Su facilidad para la física y las matemáticas era casi irreal. A nadie le sorprendió que acabasen juntos, ya que dudo que haya nadie en este mundo que viese las cosas como ellos lo hacían. Se especializaron en Física Nuclear. Empezaron a trabajar en sus doctorados apenas recién graduados y al poco tu madre se quedó embarazada. Así que te tuvieron en su primer año de doctorado. Recuerdo que eso fue duro para ellos. Siempre bromeaba y les decía que cómo podía ser que fuesen capaces de navegar por las entrañas de universo con tanta facilidad pero que fuesen incapaces de saber por qué tu llorabas o reías o dormías. Tu tía Victoria les ayudó mucho contigo en aquella época. Hasta que acabaron el doctorado, la verdad sea dicha. Hasta aquí todo fue felicidad, y cotidianidad, supongo.

“Entonces ocurrió lo inesperado. Una de las teorías que tu padre había formulado durante el doctorado y que tu madre ayudó a demostrar resultó tener aplicaciones armamentísticas. Mientras tus padres desarrollaron esta teoría no se percataron de ello. Nunca. Ni por un momento. Fue a los pocos días de presentar su trabajo en un congreso que una gran corporación armamentística se puso en contacto con ellos para ofrecerles un empleo con un desorbitado salario para trabajar en una nueva generación de armas nucleares. Tus padres estaban horrorizados, totalmente consternados por las implicaciones de su teoría. Ni que decir tiene que rechazaron el trabajo. Como ellos eran los únicos en posesión de la teoría y demostración completas, decidieron no publicar su trabajo. En el congreso no habían explicado la demostración completa, sino sólo unos pocos puntos sobre ella, invitando al público a leer su artículo con la demostración detallada una vez publicado. Por lo tanto, simplemente no publicando su trabajo ellos pensaban que nadie podría usarlo para la monstruosa aplicación armamentística.

“Aquello cambió a tus padres. Se volvieron aun más reservados e introvertidos de lo que eran, sobre todo tu madre. Dejaron de ver amigos, prácticamente se encerraron en casa. Y lo malo es que la cosa no acabó allí. A los pocos meses alguien entró en el departamento de la universidad donde ellos trabajaban y robaron ordenadores, equipos. Tus padres se empezaron a emparanoiar pensando que el episodio era por culpa de ellos y su trabajo, que quien hubiese entrado iba detrás de su teoría más demostración. La verdad es que nunca se supo. No fue el único departamento de la universidad que sufrió robos por aquella época. Hubo otros. Pero tus padres seguían fijos con la idea de que era por culpa de su trabajo y que los otros robos eran para desviar la atención.

“Tus padres siguieron encerrándose en casa, trasladaron sus ordenadores y equipo más ligero a casa y sólo pisaban la universidad cuando era absolutamente imprescindible. Tú te ibas haciendo mayor y obviamente consciente del mundo a tu alrededor. Por lo que decidieron mantenerte al margen de todo. Yo veía lo reservados que eran contigo y me parecía mal. Yo solía argumentar que qué mal hacían en decirte que eran físicos nucleares, investigadores de primera línea. En fin. Yo apenas iba por vuestra casa porque la verdad es que me enfadaba. Así que prácticamente sólo les veía en la universidad cuando venían.

“Bueno, el caso es que pasaron los años y todo seguía igual con tus padres. Ellos encerrados, tú totalmente excluida del mundo…”

El Dr Lafuente se perdió unos segundos en una mirada sin concretar, pero enseguida encontró los ojos de María otra vez. “Hasta la última Semana Santa que vivieron. Entonces sí ocurrió algo. Tu madre volvía una tarde-noche de la universidad y fue atacada a unos metros de llegar al portal. Le robaron todo, no sólo el bolso y joyas sino también el portafolio donde solía llevar su portátil y papeles del trabajo. Tus padres se pusieron histéricos, decían que cuál era el motivo para robar el portafolio. La policía les decía que si el portafolio era de calidad, de piel, como era el caso, era normal que lo hubieran robado. Además, siempre podía contener un portátil, como también era el caso. Tu madre insistía e insistía que no era un robo normal, que era algo más.

“La cosa tomó un cariz muy feo. Su paranoia fue en desproporcionado aumento. Veían gente sospechosa que según ellos les seguía por todas partes. En fin, la cosa llegó a un punto tal de histeria y paranoia que decidieron mandarte con tu tía. Decían que arriba en las montanas con ella estarías alejada y aislada de todo.

“Yo estaba muy preocupado por tus padres. Claramente necesitaban ayuda. Así que me propuse ayudarles para de una vez convencerles de que todo eran sospechas infundadas. Me pegué a ellos como una lapa. De hecho, me fui a vivir con ellos. Les acompañaba a todas partes y cuando según ellos alguien nos estaban siguiendo iba yo y me encaraba con esa persona. Ni que decir tiene que siempre resultaban ser personas normales. Aún así y todo, tus padres no podían quitarse de encima la sensación de estar vigilados, observados…

“Entonces llegó el accidente que cambió todas nuestras vidas. Ese día veníamos de hecho aquí, a la universidad de Huesca, a una reunión con uno de nuestros colaboradores. Los tres íbamos cargados de equipo y papeles así que no cabíamos los tres en mi coche, que es muy pequeño. Por lo que decidimos ir en el de tus padres, que era más grande. Ellos iban sentados delante y yo atrás. Todo transcurría con la normalidad debida hasta que a mitad de camino a Huesca más o menos tu padre anunció que creía que alguien nos seguía desde hacía unos diez minutos o así. A unos cien metros detrás de nosotros había un todoterreno negro de cristales tintados que iba en nuestra misma dirección. Yo tranquilicé a tus padres y les dije que calma, que sólo faltaban veinte minutos para llegar a nuestro destino. Todos nos clamamos hasta que cinco minutos después el todoterreno negro se empezó a acercar. Tu padre empezó a acelerar, íbamos muy deprisa. Según ellos el todoterreno nos recortaba distancia. Yo la verdad no se qué pensar. Era un caos, tus padres gritaban, yo intentaba calmarlos…”

Los ojos del Dr Lafuente estaban enrojecidos, María se dio cuenta. Obviamente el Dr Lafuente estaba haciendo un verdadero esfuerzo para no echarse a llorar delante de ella.

“… y entonces nos chocamos, con un camión que había delante y que iba justo a pasar de carril cuando nosotros lo hacíamos también. Salimos despedidos, dimos mil vueltas de campana… Tus padres… Tus padres no salieron vivos. Y yo salí de milagro. Estuve seis meses en el hospital y dos años hasta que me rehabilité completamente. No perdí una pierna de milagro. Todo mi cuerpo grita de dolor cuando hay humedad en el ambiente… Lo peor es la herida sicológica. Aún voy al sicólogo. Aunque no sé para qué, no creo que nunca lo supere.”

Los dos se quedaron callados unos segundos que parecieron toda una vida. María rompió el silencio: “¿Cómo acabó aquí en Huesca, Dr Lafuente?”

“Bueno, simplemente no podía quitarme de la cabeza a tus padres. Todo me recordaba a ellos. Además me sentía culpable. Culpable porque no supe ayudarles. Luego empecé a emparanoiarme yo también. Se me metió en la cabeza la idea de que cómo podía ser que dos personas con la inteligencia de tus padres pudiesen imaginar todas esas persecuciones, todo ese acoso. Debía haber algo detrás de ese convencimiento, algo real, verdadero. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que necesitaba cambiar de vida y huir de todo aquello. Así que moví hilos y me vine aquí con una plaza de docencia. No hago nada de investigación, así no pienso. El cambio me vino muy bien. Realmente bien. Todo iba estupendamente. Entonces vi tu nombre en la lista de alumnos. Supe que eras tú desde el primer momento que te vi en clase. Te pareces mucho a tus padres, tienes cosas de ambos. Había decidido permanecer en el anonimato pero tu examen me hizo cambiar de opinión. Te mereces saber tu historia y lo extraordinarios que eran tus padres. Espero que esto haya servido para algo. Espero no haberte confundido o entristecido.”

María sonrió levemente por primera vez desde que estaba en ese despacho. “No sabe cuánto tiempo he estado esperando a oír esta historia. Cuántas veces le he rogado a mi tía Victoria que me diese respuestas. Cuánto he anhelado saber la historia de mi vida. Le estoy sinceramente agradecida Dr Lafuente.”

El Dr Lafuente esbozó un atisbo de sonrisa y dijo: “Ha sido un placer María.”

“Sólo tengo una última pregunta antes de irme, Dr Lafuente, si no le importa” “No, no, adelante por favor” “Por lo que me ha contado usted era una persona importante en la vida de mis padres. ¿Cómo es posible que no le recuerde, ni siquiera vagamente?”

El Dr Lafuente sonrió y abrió uno de los cajones de su mesa, del que sacó un álbum de fotografías. Pasó páginas adelante y atrás hasta que dio con la adecuada. “¿Recuerdas a esta persona?” Señaló a un hombre bastante regordete, sin gafas, sin barbas y muy sonriente.

“Sí, sí le recuerdo, solía venir por casa y jugar conmigo. Pero dejó de venir cuando me hice más mayor. Como siempre, fue un misterio lo que pasó con él, como todo lo demás en mi vida”.

El Dr Lafuente sonrió complacido. “Ese hombre soy yo”

“¿Cómo?” María miraba a la foto y después al Dr Lafuente. Lo hizo repetidas veces, hasta que por fin lo vio, los hoyuelos al sonreír. “¡Ha cambiado usted tanto!”

“A raíz del accidente cambié mucho físicamente. Adelgacé mucho, mi vista se vio afectada por lo que ahora necesito gafas. Me dejé barba. Y dejé de reír tanto” Le guiñó un ojo a María y los dos rieron.

“¿Le importaría que viniese de vez en cuando a su despacho y pasase tiempo con usted?”

“Claro que no María, me harías muy feliz. Sólo te pido una cosa: que dejes de tratarme de usted y me llames Jorge” Ambos rieron.

“Lo prometo, Jorge. No más Dr Lafuente” Riéndose, María fue hasta la puerta. En el momento en el que giró la manivela se volvió reticente e hizo una última pregunta. “¿Tú qué crees, que piensas ahora desde la distancia? ¿Mis padres estaban realmente paranoicos o había algo de verdad en su paranoia?”

El Dr Lafuente, muy serio, respondió: “No lo se María. Y sinceramente, no lo quiero saber. Te aconsejo que sigas con tu vida y lo olvides. Fuera lo que fuera, nunca lo sabremos y quedó ya atrás”

María asintió. “Gracias Jorge, lo intentaré”

María emprendió su camino a casa de todos los días. Hoy le tocaba ir al supermercado a por leche, pan y un par de cosas más. Empezó a chispear, por lo que María abrió su paraguas. Un segundo más tarde y el paraguas no le habría tapado la vista. Un segundo más tarde y le hubiera dado tiempo a ver a un tipo fuerte y bien vestido que la observaba desde una esquina y que en el momento en que María abrió su paraguas sacó su móvil del bolsillo para hacer una llamada.

“Yes Sir. I’m on the target, Sir. Will do Sir”

La lluvia arreciaba. Casi corriendo, María se encaminaba deprisa hacia el supermercado…